Aniversario: 29 de abril de 1899 - 29 de abril 2018 maxima velocidad de un vehiculo electrico
A finales de siglo, en los Estados Unidos ya se habían publicado más de treinta libros sobre automóviles: la concepción de vehículos propulsados era un pensamiento cautivante,
obra de la imaginación y las proyecciones de industrialización.
La
tecnología adoptó alcance mundial el 29 de abril de 1899, cuando un auto
eléctrico quebró la barrera de los cien kilómetros por hora. El "La Jamais Contente"
alcanzó una velocidad de 105,88 kilómetros por hora en un circuito de
Achères, al norte de París. Su conductor y constructor fue el ingeniero
belga Camille Jenatzy, hijo de un fabricante de neumáticos, quien fundó
sus esfuerzos para competir en una carrera de velocidad.
Su estructura no era precisamente una expresión de ingeniería moderna.
Fundida en aleación ligera de aluminio, magnesio y tungsteno, su
carrocería simulaba la forma de un torpedo que combatía las leyes de la
aerodinámica: su chasis inferior era absurdo y la posición del conductor
era alta y descubierta. Ningún otro auto eléctrico superó el umbral de
los cien kilómetros por hora en medio siglo. Un vestigio del proceso que adoptó la industria automotriz.
En los comienzo del 1900 los vehículos electrificados vivieron su apogeo.
Era el mismo tiempo histórico en el que la sociedad notó que el vapor
era un combustible improcedente: poca autonomía y mucho tiempo de espera
para recalentar el motor en invierno. Ya había nacido, en simultáneo, la otra rama de la historia automotriz.
El 29 de enero de 1886 se había otorgado la licencia del invento del
"vehículo motorizado con motor de gasolina": 37435 fue el número del
registro de patentes. Lo presentó el ingeniero alemán Carl Benz en la
Oficina Alemana de Patentes Imperial en Berlín, bajo el nombre de Benz Patent-Motorwagen, la traducción literal de quién era: "auto a motor patentado Benz".
Pero en sus inicios, los autos eran percibidos con temor. Los
minimizaban y denominaban "carruajes sin caballos", los acusaban de ser
vulgares y nocivos, una máquina del terror que atropellaba niños y
desbocaba a los animales. No generó una adhesión inmediata y democrática
porque eran escandalosos. Los autos, fundamentalmente los alimentados
por nafta, eran ruidosos, sucios y caros. Había que arrancarlos con manivela, sus cambios de marchas eran rudimentarios y su rendimiento era susceptible a fallas.
Los eléctricos, en cambio, eran distintos. Su andar era más suave y
fiable, su ingeniería era más simple, su autonomía era sostenible, su
funcionamiento emitía menos ruido y menos humo. Era más veloz, más
económico. Triunfaba en la consideración burguesa, que era, en
definitiva, la única población capaz de comprarse un automóvil. En los
Estados Unidos, a principios del siglo XX, la tecnología se había
desperdigado entre casi veinte fabricantes que avanzaban hacia una
dominación del mercado automotor.
Pero su ocaso se decretó joven.
La industrialización del invento se concentró en la combustión fósil.
La cadena de montaje patentada por Henry Ford redujo los precios de los
modelos y los acercó a la clase media, con su consecuente masificación.
El sistema socioeconómico resumida en la producción en serie que luego
adquirió la definición "fordismo" cambió el paradigma.
Los autos a gasolina recibieron en 1912 el motor de arranque, una
introducción del inventor estadounidense Charles Kettering. Sus defectos
se solucionaban más fácil. La movilidad se hizo eje de políticas: las
ciudades se conectaban, la infraestructura vial germinaba y los caminos
se reproducían. Había una necesidad declarada de autonomía, una
contraindicación que los eléctricos aún hoy asumen. La proliferación de
los yacimiento petrolíferos de los Estados Unidos y el surgimiento de
una industria poderosa, orquestada y fomentada desde los órganos
políticos, terminaron por instaurar una tendencia.
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